martes, 30 de septiembre de 2008

Quién

Pasó por debajo de la puerta y después de dos vueltas en el aire, simulando ser un carro de montaña rusa, encalló al borde de su pantufla. Resultaba ser un sobre blanco, como el de cualquier carta, pero lo extraño era que ella no solía recibir ninguna, a no ser reclamando pagos retrasados.

El sobre no llevaba ninguna inscripción. Ella lo levantó, lo examinó y al no encontrar ningún indicio lo abrió.

Era una nota escrita en un papel pequeño que contenía exactamente las siguientes palabras:

“Mónica:

Te encuentro en el lugar y la fecha.

La persona que esperas”

Permaneció confundida unos segundos y se abalanzó sobre la puerta inútilmente, con la ilusoria esperanza de encontrar allí al emisario anónimo. Miró a su alrededor, analizó las cercanías desde el exterior limitado que le permitía el pijama, y desencantada entró cerrando la puerta a sus espaldas.

No entendía qué estaba ocurriendo. Era una carta un tanto insólita, a la que consideró para broma estúpida, y para extrañeza excesiva. Los interrogantes empezaron a lloverle: a quién esperaba, cuál era el lugar y cuál era la fecha. Definitivamente se trataba de alguien que la conocía, que sabía como se llamaba y donde vivía.

Mientras preparaba el desayuno pensó una y otra vez en esa carta, la revisó, la observó en detalle, creyó que los libros que había leído en su infancia sobre los casos de Sherlock Holmes la ayudarían, pero no logró ningún avance.

Se cambió, metió la carta en el portafolio y salió tarde camino a la oficina. Su vida era lo suficientemente estructurada como para que una carta fuera de lo común conmocionara la totalidad de sus acciones. Hacía meses que había logrado el ascenso y ya había conseguido armonizar y sistematizar sus tareas de modo que nada saliera fuera de lo previsto.

Esa tarde tenía la reunión con los gerentes de las sucursales de Buenos Aires, debía estar lucida y preparada, así que dejó de lado el misterio y se dispuso a organizar los temas a desarrollar en el encuentro que sucedería en tres horas. Prendió la notebook y entró a su casilla de e-mails en busca del listado de personas que se presentarían para puntualizar datos concretos.

Tenía dos nuevos mensajes, el de la empresa y un anónimo. La carta volvió a su mente y automáticamente emparentó un recado con el otro. Lo abrió y decía:

“Mónica:

Te encuentro en el lugar, esta tarde a las 14.

La persona que esperas”

A las 14:15 era la reunión en la sala de conferencias. Quedó perpleja, trató de hilar más teorías de las que su mente era capaz en segundos. Sería un juego, pensó, quién se tomaría el tiempo en dar indicios para deshacerle los planes. Creyó que quizás era alguna persona de la oficina que pretendía su puesto, y por eso desestabilizarle las horas previas a la reunión.

Fue hasta la puerta con la excusa de pedirle un café a Luís, su secretario, y observó con detalle a las personas del pasillo, de los demás escritorios, estaba convencida que entre ellos se encontraba la mente perversa que planeaba fríamente sacarla del camino. Ya no pensaba en otra posibilidad, se convenció que en el mismo predio estaba su enemigo, y empezó a atar cabos en pos de reducir la lista de sospechosos.

Luís trajo el café, lo apoyó sobre el escritorio y dejó en el platito los dos sobres de edulcorante de siempre. Era un chico eficiente, pero un tanto torpe para algunas cosas. Le preguntó a Mónica si traía la correspondencia ahora o después de la reunión. Ella estaba tan perseguida que le pidió que no se demorará y lo retó por no haberla traído antes.

Entre los tres sobres había uno con una invitación a un agasajo de la empresa por su décimo aniversario, otro con publicidad de una agencia de viajes y, cumpliendo con lo esperado, un sobre anónimo. Los otros dos fueron dejados de lado y el tercero abierto con desesperación. Había un papel pequeño, igual que el del primer recado que decía, con la misma letra, lo siguiente:

“Mónica:

Te encuentro en tu plaza favorita, esta tarde a las 14.

La persona que esperas”

Este último recado desbarató todo lo que venía rumiando desde hacía una hora. Ya la reunión había salido de sus preocupaciones, la incógnita la estaba matando. Se preguntó si habría otro mensaje diciendo quién era, qué buscaría esa persona que en realidad ella no esperaba, hasta ese día.

Miró el reloj, faltaba una hora para la reunión y 45 minutos para su encuentro. Qué hacer. En la mesa estaban los papeles con la organización de su primera reunión a nivel regional, y al lado las dos cartas con la notebook y el mail abierto. La disyuntiva sobre el escritorio y la incertidumbre en su cabeza.

Su trabajo, lo que toda la vida anheló, lo que le gusta, o una aventura arriesgada. Cuál de las dos debía primar. Se sentó y con los brazos cruzados sobre el escritorio apoyó la cabeza como protegiéndose de todo lo que acontecía. Fue a su infancia sumergida en los recuerdos, su padre enseñándole a andar en bicicleta, la madre llevándola de paseo, la abuela y los juegos, y de repente la plaza.

Vinieron a sus ojos colores y a sus oídos la música de la calesita. Una plaza de barrio, con bancos de madera blancos y otros de cemento, con juegos poco convencionales como un caño, un mástil sin bandera, dos hamacas rotas y un cantero en desnivel que servia para jugar a la mancha. Una cancha de bochas donde iba el abuelo de su mejor amiga que se peleaba siempre con el vecino, nunca se entendían.

A ella le gustaban dos cosas de la plaza, los árboles altos, que creía que en no mucho tiempo iban a llegar al cielo como los del cuento de los frijoles mágicos y la calesita, donde la llevaba su abuela, donde era feliz, reía.

Se encontró inmersa en recuerdos en la oficina. Se secó las lágrimas y miro nuevamente el escritorio. Tomó los papeles de la reunión, y previo paso por el baño para una reconstrucción de imagen, caminó hasta la sala de conferencias. Allí estaban los trece gerentes esperándola. Los hizo pasar y pidió a Luís que trajera café para todos.

La exposición duró dos horas y fue un éxito, sin embargo ella había quedado tocada por todo lo que habían desatado esos tres mensajes en su interior, aun no se reponía. Sabía que a una de las dos asignaturas debía fallarle, pero no estaba segura de haber hecho lo correcto.

Terminó su jornada con un llamado del presidente de la compañía felicitándola, con esa jugada se había asegurado el lugar. Apagó todo, se despidió de Luis y le preguntó si había llegado alguna carta a último momento, pero la respuesta fue negativa. Bajó al estacionamiento, abrió el coche, se sentó, y tiró con desgano el saco y el portafolio en el asiento trasero.

Iba a arrancar el auto y se arrepintió, suspiró, tiró la cabeza hacia atrás y acto seguido buscó las cartas entre sus cosas. Las miró, con los ojos desorbitados en ese punto fijo durante unos segundos. No creía haber hecho lo correcto, pero fue su decisión y ya era pasado.

Dejó los vestigios del misterio irresuelto a un lado y dispuso el auto para salir a la avenida. Hizo el recorrido que la separaba de su casa, el de cada día, con la mente en blanco. Llegó a la entrada, pero antes de guardar el auto quiso corroborar si algún mensaje se había deslizado bajo la puerta, pero sólo encontró publicidad.

Guardó el coche y fue a la cocina, abrió la heladera y no había nada. La cuestión que ni su casa la comprendiera la angustió. Decidió salir a caminar, se fue sin rumbo, quizás cenaría algo en el camino.

Necesitaba pensar. Pensar en lo que dejó de lado, en lo que no hizo, en lo que decidió, en lo que fue. Caminaba despacio, con las manos en los bolsillos y la vista fija en el piso, como si hubiese perdido algo, pero en realidad era sólo una excusa para no mirar de frente.

Pasaron calles, cuadras y llegó a las cercanías del barrio de su infancia, inconcientemente fue donde debía haber ido esa tarde. Quizás la llevaron los recuerdos que debían materializarse ante sus ojos. No vivía lejos, pero la vorágine de su rutina plagada de responsabilidades había logrado que pasaran años sin que ella recorriera esas baldosas.

Siguió caminando, iba hacía la plaza.

Ya no había calesita, quedaban los fantasmas de una cancha de bochas llena de pastizales. Los árboles habían sido podados y acondicionaban un paisaje invernal. Había juegos nuevos, ya no más cantero, ni caño, ni hamacas arcaicas. Permanecían sólo, al igual que antes, el cordón de la vereda y algunos bancos.

En el único que quedaba de los de cemento había una mujer sentada, sola. Estaba de espaldas a donde se encontraba parada Mónica, quieta, esperando.

La vio estática y aguardando algo, a alguien. Se le aceleró el pulso, se preguntó si sería quien mandó la carta. No supo si acercarse o no, caminaba dos pasos y retrocedía tres, temblaba. Hasta que cerró los ojos, respiró hondo y se dispuso a embestir con paso firme.

Llegó al pie del banco y miro a la mujer, ahí sentada, se vio a ella misma.

miércoles, 3 de septiembre de 2008

Siempre de pie


Nació del caos y las necesidades.

Huérfana de padres,

fue alimentada y cuidada por hombres y mujeres

que le tomaron aprecio y supieron ver su talento.

Llegando a la adultez

con una vida signada por tropiezos y caídas,

huellas oscuras de su existencia que la quebrantaron,

es el más digno ejemplo de fortaleza.

Fue victima de amores y odios,

ultrajada y apuntalada para seguir camino,

para dirigir aquel recorrido firme.

Desde siempre valorada,

más allá de su belleza,

como una deidad social,

dueña de carisma y logros

que la hacen parte de cada uno de nosotros.

Hoy, ya madura, es resguardada y protegida por una idea,

dos palabras de millones

que trascienden las convicciones individuales:

Nunca más.

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"Comprendí que el trabajo del poeta no estaba en la poesía; estaba en la invención de razones para que la poesía fuera admirable..." (J.L.B)