viernes, 16 de enero de 2009

Vicio




El recorrido acostumbrado, de la boca a su garganta, de allí a sus pulmones y después la lógica y esperada reacción del cuerpo, la expulsión del objeto extraño, ya no tan desconocido, a la atmósfera. Se regaló la última pitada y se dio la destrucción del cuerpo del delito contra el cenicero.
No sabía que más decir, tenía segundos antes de que su interlocutora volviera del baño. La mente iba rápido y fluían las metáforas. Ella era un cigarrillo más, o mejor dicho, el vicio en si.
La esperaba, y mientras pensaba como definirla. Era el placer, el escape, pero dañina. En el fondo, a pesar de todo el bien que le inducía era negativa. Sacaba todo lo bueno de él, pero la abstinencia lo mataba. Era estupenda, perfecta, pero lo sucesivo a cada despedida era caótico.
Cada beso iba consumiendo los instantes, y cuando llegaba al filtro, a la puerta, y debía apagarla, no podía esperar a prender nuevamente el próximo encuentro. La carencia era dolorosa, enloquecedora, lo derrocaba.
La quería con él, pensaba idioteces para retenerla. La pérdida de trato no se cubría con parches de hormonas femeninas, lo idealizado se posaba en ella. Generaba algo similar, y cuando esta etapa era superada podía pensar en prevalecer, hasta que repentinamente se ocasionaba una nueva cita con la mujer maravilla.
Era especial, distinta, tenía aquello que quería y no podía encontrar en ningún otro lado, su esencia.
Volvió del baño radiante, y él prendía un cigarrillo más. La observaba y ella sonreía plenamente. El mundo cabía en minutos, y estaban transcurriendo.
Decidió interpelarla, la miró como pudo a los ojos, le pidió que se decidiera a alimentar su paz o a permanecer como una deslumbrante compañía al costado de su vida, a su lado, como quien contrata a un palmeador de espaldas que lo permita ser.
Ella lo observó callada, casi sorprendida, y con una sonrisa le hurtó el cigarrillo de la mano, redimió la última bocanada de nebulosas y lo apagó contra el cenicero con una sonrisa franca. Tomó su bolso, encaró a la puerta y lo despidió con una tierna mueca maternal.
Él se quedó sentado, estupefacto, pero para nada asombrado. Ella se fue, sin más.
Miró el atado de cigarrillos y supo la respuesta. De los vicios nunca se sale definitivamente, uno nunca sabe cuando puede volver a caer.

martes, 13 de enero de 2009





Descorrió la cortina de una sacudida seca, concisa, tan resuelta como no lo fue ninguna decisión en su vida. Se sentó mirando el paisaje, y dejó que la vista encontrara el punto más cómodo en el horizonte para que la mente fluyera y pudiera encausarse entre los sentimientos y las locuras, tan comunes y complejas, que la nutrían.
Cada tanto se le daba por ahí, le gustaba replantearse el todo de su vida y la nada de cada acción, hacer filosofía de la instrospección misma, un estudio que no se plasmaría en ningún libro mas allá de sus neuronas y su psiquis.
De a ratos la acompañaba algún mate frío, por momentos no reflexionaba, se dejaba estar, y luego una ametralladora de duros planteos la aturdían. El tema de la composición de ese día era el presente, el pasado la angustiaba y el futuro era a lo que más temía, detestaba no tener el control.
Trabajo, amores, familia, amigos, lo que menos la incomodaba era el dinero, nunca fue primordial en su existir. Enero surtía este efecto, el comienzo de año se presentaba como la inauguración de una vida, quizás, o cada año requería una vida que temporizar.
Sentía la música que no sonaba desde la radio, la que ella quería escuchar, en esos momentos su cabeza todo lo proveía, se dejaba ser, la llevaba su más poderosa aliada, y enemiga, de la mano, su mente.
El cielo con pinceladas de nubes marcaba el sendero de sus ojos. Qué hacer, qué dejar, por qué, por quién, para qué, dónde, cómo, cuándo, hasta qué punto. Una conjunción de interrogantes de una magnitud esencial la asediaban una tras otra, y ella permanecía calma, sentada allí.
Las respuestas estaban en ella misma, lo sabía, por eso las buscaba en su silencio atolondrado. Conocía lo correcto, como también los deseos, y siempre priorizó los segundos.
El torbellino discontinuo apaciguaba las revueltas paulatinamente. Ella volvió la vista a la persiana y se sonrió a sí misma, conforme con su capacidad de deambular entre sus ideas, y sus no ideas, contenta por haberse asociado nuevamente con su mejor contraparte.
Se abrió la puerta en ese momento exacto, los segundos estuvieron de su lado, y su hermana después de apoyar el bolso en la silla propuso compartir unos mates, ella asintió y pidió que espere unos minutos a que calentara el agua, con una sonrisa propia de lo sucesivo a la firma de un acuerdo de paz.

viernes, 2 de enero de 2009

Yo


Me topo conmigo, cara a cara, después de años de haberme matado, me hayo resucitada, nuevamente en esos ojos temerosos y hundidos, por cantidad de hervores a baño María. Ojos que se desarmaron tantas veces como se pudo por años.
Me siento y nos encuentro pidiendo un café frente a un espejo, dos de edulcorante, una de mis tantas mentiras, y disponiéndome a hacerme frente como hacía mucho que no lo lograba. Me vislumbro y no quiero verme, pero la situación nos obliga y es el momento de hablar.
Me miro y veo que saco del bolsillo un bollo roñoso y morado que se agita cada tanto largando pelusas, se mueve con dificultad. Me lo extiendo y lo escondo rápido. Me digo entonces “es nuestro corazón”. Siento pena por mi, veo como mientras otros tienen corazones plenos y vivaces el mío es una bola desteñida por los golpes, temerosa a la luz del sol, a la exposición, y a mi.
No sabía que lo había dañado tanto con mis desventuras, con mis desmanes, pero efectivamente lo había llevado tantas veces al limite que ya no tenía más fuerzas para nada. Me miro y mis ojos vuelven a perder como una canilla de casa en demolición, observo como abro la boca y digo, con una voz tan chica que cabe en un dedal, “no lo lastimes más, se nos muere”.
No entiendo esa frase, cómo se va a morir un corazón, si es el que da la vida. Me miro a los ojos y me pregunto cómo hacer para ayudarlo. Sonrío entre las mil y una lagrimas con una ternura como la que nos nace al hablar con una criatura que no sabe aun como vivir, y me respondo “dale tiempo, no puede amarse a si mismo, no busques dar amor a los demás, porque un golpe más y no se si lo podré levantar”.
Me quedo helada observándome. ¿Tanto mal me había hecho? ¿Cómo no me di cuenta a tiempo?
En harapos, me paro sin dejar de llorar un instante y me pido disculpas por las vergüenzas que me hice pasar siendo tan pobre con ese corazón, me digo que no era sólo mi culpa, sino de mi misma y las ilusiones irrisorias que andan por ahí.
Se va así mi corazón conmigo después de darme una lección, un grito de auxilio. Cómo no entenderme si somos la misma cosa.
Pido la cuenta y me cobran el café. Quedo allí sentada mirando por la ventana, viendo a la gente pasar con sus corazones más o menos erguidos, conformes y alegres consigo mismos, y pensé en mi y mi decadencia, en como yo misma debí citarme para pasarme factura por las heridas.
Me paro, salgo por la puerta y cruzo la avenida repleta de recuerdos y repasos de dolores. Entiendo de qué me estaba hablando, no sé si algún día me pueda perdonar.

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"Comprendí que el trabajo del poeta no estaba en la poesía; estaba en la invención de razones para que la poesía fuera admirable..." (J.L.B)