martes, 14 de diciembre de 2010



Locutores de las calles,
vendedores del sólo por hoy permanente,
recorren la motricidad de colectivos
con un entusiasmo rígido
y ajeno.

Bolsos repletos,
con ansias de adelgazar,
cargan con los buscas y sus sonrisas.

Ruido                    
Humo
                   Calle

La noche los acuesta agotados,
y sus vasijas con correas
vuelven a llenarse,
para nutrir con sus pérdidas
esas muecas,
y esa voz.

Contínuo

El vacío consume torbellinos                                                           
en una espiral de indiferencias.                                                          

                                                                            Los engranajes oxidados rechinan
                                                                          opacados por el ruido que aturde.

Y la cortina de hierro cae precipitada                                                    
ante las luces y oscuridades epilépticas.                                                     

El dolor encapsulado revienta
sobre las marionetas que creen en la libertad.

Gritos sin voz
aunan amebas que buscan sus formas.

Estas neuronas y uñas eléctricas
erizan el vapor asfáltico.

El átomo terráqueo
sigue,
eterno.

I

La huella embarrada se adhiere a la piel,
entre la humedad que cala los huesos,
y la puntuación que ensucia,
molesta.


Las palabras chorrean polvo mojado.
Y ese barro que se hace savia, esencia,
rellena nuestros huecos huerfanos de la realidad.


Líneas que raspan,
comas que rozan,
letras que hieren.

Lisboeta


Caminaba despacio y no hablaba,
transitaba y sentía el mundo,
sentía y pensaba lo que sentía.
Existe.


Existió en su universo perecedero,
en las calles y las inmortalidades momentáneas,
en los amores inmerecidos por no hablar,
por caminar, sentir, pensar.


Era,
era poco, es tanto,
era simple, es majestuoso,
era poeta, es.

domingo, 5 de diciembre de 2010

Choque

El cielo mundano
evidencia la noche,
lunas imprudentes
recorren la escena como ojos enemigos.


Él simula,
como jamás ha hecho,
la carencia de ataduras
y pechos anudados.
Simula la libertad
y el desprecio de las glorias.

Solo,
ante la inmencidad,
rosa el discurrir del todo,
de todos.
Enfrenta, sin más,
la mirada criminal de un dios.

lunes, 8 de noviembre de 2010

Trazos

Te dibujo para nutrirme de tu iris.
Te dibujo            
                 y te amo.
Te dibujo y atravieso la finitud,
esa que te es propia a pesar de la trascendencia
en la irregularidad de mis trazos.
Te dibujo                   
                  y te recuerdo.
Te dibujo y estás,
como nunca.
Te dibujo y te invento aunque no existas,
aunque hayas existido.
Te dibujo y dudo de mi cordura.
Te miro y me colma el vacío de la ficción.
Te miro y la tinta de tus rasgos me fortalece.
Te dibujo, te miro, y la soledad...
nunca
siempre.

lunes, 25 de octubre de 2010

Quebranto

¡Basta!

  El sonido trasciende los velos

de las ilusiones tambaleantes.

Las corduras del suicida tan simples

como un aleteo hacia el fracaso

se hacen claras ante el miedo.
¡Nunca!


La firmeza del puño se mimetiza

con el dolor de la madera.

Montones de nadas en cuartos vacios,

y la oscuridad del futuro con más neblinas que ayer.
¡No!

                                               La caída
     El desmayo

 El fin
 
 
 
 

 Más allá del límite,

el abismo.
Más allá del abismo,

mi luz extinta y la muerte de mi sonrisa a su lado.



                                                                                   

sábado, 9 de octubre de 2010

Inercial

Cae,
ama y cae,
desde lo más sublime,
con ondulaciones y precipicio,
muecas de felicidad y lágrimas evaporadas.

Cae,
ama con pólvora,
la cabeza se proyecta
hinchada de amor,
las palabras no salen
por la velocidad de
su desnudo derrumbe.

Cae,
y el fin inmediato,
y el amor se estrella,
y el piso de la realidad,
y la muerte.

lunes, 4 de octubre de 2010

Aunque roce la cordura con plumas ajenas,
hiera cuando ama
y ame cuando se aleja,
merece descansar.

Permanece fiel,
con inconstancia paciente
y sinceridades relativas
que intentan persuadirme,
a mí,
su grillo protector.

Lágrimas,
quizás merecidas,
se aglutinan en su vasija de tránsito,
rebalsan por la maldita miopía sentimental.

Pongo alcohol en las heridas,
y entre gritos veo cicatrices que cierran,
aún quedan, y aún estoy.

Aguardaré hasta que sea una niña real.
Aunque me ahuyente,
me latigue,
merece suspirar.









miércoles, 22 de septiembre de 2010

21 de septiembre


Brotes de musgo y humedad
trae el día de las no flores,
no risas,
no primavera.

El día nublado,
de pasado y carcajadas de dolor,
puebla el cielo de cenizas
con besos apasionados
entre la renuncia y la admiración.

El día en que se evoca el escape,
el simplismo,
la angustia,
es este,
con ojos que se pintan ilusionados en neuronas,
con muecas de adios risueñas que demuelen pechos.

Miserias de melancolía añeja y rastros de gargantas anudadas
trae el día de los no tallos,
no juventud,
no vida.

lunes, 13 de septiembre de 2010

L. Nada A.




¡Hasta nunca!

Su desencanto lo había llevado a despedirse,

depresión que encarna en pena.

La bala lo había hecho trascendencia

y las carrozas de fuego lo llevaban al progreso.

La traición había enceguecido sus noches,

como la tapa del ahora ataúd funesto.

Su vida había sido ajena, de tantos otros,

su muerte tan propia como el horror.



¡Hasta luego!

Se saludó con la última lágrima de tristeza.

Mantenía la esperanza de que alguien levantase su pañuelo.

Los fantasmas de las sombras no espantarían su firmeza

ante los altos enigmas de la vida.

Las boinas aun persistían en algunas cabezas intransigentes.



¡Hasta siempre!

Ruge su sangre liberada,

con el anhelo de que algún joven evoque sus barbas,

de que su lucha llegue a los más nobles corazones.

Deja un beso en nuestras frentes para que las conservemos puras.

Su buena política sólo se concibe con patriotismo, con amor.



¡Qué se quiebre pero que no se doble!

martes, 7 de septiembre de 2010

Oda al cigarrillo



Huyendo el cigarrillo hecho humo al cosmos,
presuroso, constante,
baila de libertad después de tiempo atrapado en tabaco y papel.


El fuego emancipa,
reverencia pantomimas de paciencia.
El tabaco se consume en sabor y dibujos,
verticales, ondulados y violáceos.

Odaliscas de humo voluptuoso,
o torbellinos desenfrenados que completan escenas,
se independizan de igual modo
filtrados en compañías necias por soledades esperanzadas,
o en soledades suicidas por compañías añoradas.

Un pretexto asesino que evita la muerte del tiempo en las esperas,
un cigarrillo que se prende en mis labios para no abandonarme en la muerte de tu espera.

miércoles, 25 de agosto de 2010

Paz

La lluvia acompasa el pensamiento, ella deja que la moje, que la haga participe de la naturaleza cuando sólo la rodean edificios, asfaltos y veredas. El verano permite esos excesos tan necesarios de cuando en vez.

Yo la observo desde mi ventana seca y la envidio. Querría un soplo de majestuosidad, un choque con la tierra, un abrazo que permita compartir con la rutina de la calle todas las sensaciones que pueden derivarse del cúmulo de tiempo, experiencias y sentidos.

Me arriesgo a sacar la mano por la ventana y cerrar los ojos para que la química haga lo propio, y funda el cielo con mis dedos antes de que llegue a la tierra y lo absorba sedienta, quizás allí quede algún rastro de mi. Realmente recomiendo hacerlo aunque más no sea una lluvia al mes. Reconforta trascender en impulsos eléctricos que calientan cada gota fría dándole posibilidades de volar en vapor, o de enfriar nuestras manos para que el cuerpo tirite.

No me seco, levanto el brazo y dejo que las gotas recorran mi piel, que pretendiendo ser una burda imitación de llanuras revueltas, absorbe y aminora el paso del recorrido. Llegan a mi codo, bajo las manos y vuelvo a ver por la ventana la calle desierta. Ya somos sólo el resto de esas gotas, el universo y yo, ya no envidio a aquella mujer, apenas la recuerdo.

viernes, 16 de julio de 2010

Libertas


Libertad corrupta,
enferma.
Libertad hiriente,
violenta.
Libertad íntima,
carroñera.

Libertad demente,
libérame de la libertad siniestra de las ideas.
Libertad putrefacta,
libérame de mi mente libre y de sus perspicacias,
libérame de la libertad propia entre tantos encierros ajenos,
libérame de mi y déjame ser libremente dominada por la ceguera de no pensar, no soñar, no volar.
Libertad ridícula,
¿Qué libertad daría razón en un mundo de insensatos?
¿Qué libertad daría sueños en un mundo sin esperanzas?
¿Qué libertad daría alas para volar en un mundo de tierra?

Libertad estática,
infecciosa.
Libertad maldita,
rastrera.
Libertad opresora,
miserable.

sábado, 3 de julio de 2010

Penumbra


La oscuridad se manifiesta en tu ausencia,
íntima, perdurable.
Reconozco la ausencia de tu iris en mi ceguera,
la ausencia de tus labios en mi aridez,
la ausencia de tu voz en mi sordera,
la ausencia de tu alma en mi propia ausencia.

Faltan palabras y armonía,
amor y dulzura.
Hay, en demasía, dolor.

martes, 25 de mayo de 2010

Josefina Adalmero



El quinto vuelo arribaba al aeropuerto de Buenos Aires. Eran las 6 de la mañana y los anuncios sonaban por el altavoz. Centenares de personas caminaban creyéndose únicas, es una de las características de este tipo de llegadas, siempre tienden al ineludible egoísmo de la introspección. Se piensan ellos, cada cual, como centro inevitable de la atención, o en los casos más desafortunados, ellos, cada cual, como una sombra que nadie ve; pero cualquiera sea el caso son únicos dentro de cualquier aeropuerto, entre cantidades de soledades más.
Una de esas únicas era Josefina Adalmero, una joven que arañaba los treinta, con un bolso deshecho por los años y los destinos, que probablemente contara con más historias que su portadora. Ella era de algún país europeo que no viene al caso.
Josefina hablaba un porteño sumamente natural, en este viaje venía del sur del país y planeaba quedarse unos días en la capital para asegurarse de que su decisión fuera la correcta.
Ella vivió de amor en amor, su alma, tan pura, no concebía que otro fuera el motor de su vida. Llevaba ya sus importantes condecoraciones en desilusión, y sin embargo, no se cansaba de apostar, siempre decía que valía la pena un año de llanto por minutos de felicidad, observación muy subjetiva que no muchos suelen compartir.
En San Martín de los Andes dejó otra medalla al dolor. En su recorrida por las sierras cordobesas había conocido otra de las tantas caretas del amor, un Juan que la deslumbró con su sencillez y carisma, aunados en sonrisas francas, dulces, proyectadas. Ella tenía un don muy propio. Veía más allá, tenía una percepción muy particular, y encontraba los indicios de la belleza en los más mínimos bríos de vida de la gente.
Juan era un patagónico típico, y toda esa inocencia embelesó a Josefina, que venía de una turbulenta historia con un valenciano bastante obsesivo, artista plástico que intentaba retratar el momento del asesinato de esta viajera por un ataque de celos, de un modo bastante verosímil. El ibérico no sólo pretendía ver a Josefina bañada en sangre desplomada en un altar, sino que también proyectaba que la sangre fuera real, y suya.
Todo esto indujo su viaje desesperado a Argentina, y gracias a la locura valenciana y su huida pudo conocer la sonrisa de Juan. Ella siempre dice que las cosas ocurren por algo, y el fin es invariablemente merecido, y casi siempre, hermoso.
Regresando a Córdoba, allí Josefina pasó un mes lleno de alegrías junto a su caballero sureño, era feliz. Al terminar julio Juan anunció que debía volver a su hogar, que las vacaciones habían llegado a su fin y que debían despedirse. Un sueño de verano era aniquilado por un despertador de realidades, y todo culminaba una vez más.
La idea de separarse de aquel ser, de una posibilidad de felicidad, la apagó. Sus ojos la delataron y Juan no se pudo contener, no quería perder esa luz y todo lo que Josefina implicaba. Se atrevió y le propuso probar suerte, nada más ideal para Josefina, yendo juntos al frío, pero juntos.
La respuesta llena de besos no se hizo esperar y una nueva aventura se abrió camino.
El viaje al sur fue largo, pero las ansias lo acortaron tanto que Josefina se encontró con la nieve antes de terminar el collar que armaba con coco, maderitas y tanza. Juan dormía y lo despertó la voz que anunciaba el arribo a su ciudad, somnoliento agarró los bolsos, le sonrió a Josefina y bajaron, pero él parecía preocupado.
Caminaron hasta la casa, que olía al abandono y la soledad de la breve partida, y al llegar dejaron los bultos a un lado del comedor. Juan fue a comprar cosas para llenar la heladera vacía, y en la corta ausencia Josefina se apropió del lugar con frescura y suma naturalidad, desplegó las cortinas, prendió algún que otro sahumerio de frutilla, y alegró los rincones con su belleza singular, con ese mismo don de ver más allá de lo común, de apreciar y transformar todo lo que tocaba.
Cuando Juan llegó sintió la plenitud que en Córdoba lo había cautivado, se alegró pero algo seguía carcomiéndole las facciones. Preparó la cena y ella mientras tanto ponía música, odiaba la forma en que la televisión sacaba la magia a los momentos, y conversaba con él rozagante, feliz. Se sentía plena.
Terminaron de cenar y el día se consumió sin casi percibirlo. Así se sucedió todo durante quince días, él iba a trabajar y ella lo esperaba con el almuerzo, con anécdotas de sus descubrimientos en la ciudad contadas con la vivacidad inocente de una chiquita que conoce algún parque de diversiones, pero una y otra vez.
Él se sentía completo con ella, ella se dejaba volar con él. Pero, como es costumbre, algo debía suceder, y arruinarlo todo. Había algo que apesadumbraba a Juan, ella lo había notado pero él no le daba mayor importancia, o al menos eso decía.
La familia de Juan vendría esa noche a la casa, él no había avisado que el viaje a Córdoba había terminado, y vendrían con su futura esposa, y eterna novia, Natalia. Aquel era un detalle que Juan había omitido, y toda la perfección se transformaba en un problema.
Le contó su realidad a Josefina y, para su sorpresa, ella con toda naturalidad le contestó “si, como vos decís, me querés tanto, y te aventuraste a esto, deciles la verdad y listo, nada nos va a separar a menos que vos quieras”. No era lo que él esperaba, pero lo más difícil, desde un principio, no era enfrentar a su actual pareja, sino a su familia, la de Natalia, y a Natalia misma, en ese orden.
Citó a todos a una cena en su casa, dispuesto a romper con todo y que fuera lo que tuviera que ser. Fueron llegando, todos miraban a Josefina con extrañeza pero nadie se atrevía a preguntar quién era, las miradas lapidarias eran dirigidas con absoluto desparpajo a los ojos apichonados de Juan.
Natalia llegó y sorprendió con un beso al dueño de casa, que duro los segundos que Josefina tardó en cruzar la casa para marcar su límite, y ahí si, se desencadenó la confesión de Juan y los gritos y reproches de todos los allí presentes. Natalia lloraba en los hombros de su madre que rugía cada palabra sentida a Juan, el padre de la acongojada exigía explicaciones al progenitor de Juan, que ardía de indignación por las consecuencias de los actos deliberados de su hijo, mientras, la madre de Juan tomó a Josefina de la mano y en el cuarto trató de explicarle que Juan no podía estar con ella, que había asumido un compromiso con Natalia y debía cumplir su palabra porque comprometía a su familia. Ningún argumento de Josefina interrumpía la convicción placida de su efímera suegra.
La balacera de gritos se frenó de golpe, y sólo una voz elevada y clara se escuchó resonar en cada rincón de la casa. “No me interesa tu jueguito de enamorados, te casás con Natalia o desapareces de acá y te olvidás de tu familia”, después de darle rienda suelta a esos vocablos, el padre de Juan entró a la habitación y le dijo a su esposa que agarrara sus cosas, que se iban. Le dijo a su hijo que lo esperaba en una semana en su casa, junto a la familia de Natalia, para convenir lo restante para la ceremonia, y que si no iba, no se acercara nunca más, ni se jactara de llamarse su hijo.
Josefina salió de la habitación una vez que todos se fueron, lo vio abatido, sentado en la silla del comedor, se acercó, se paró frente a él y lo abrazó para que llorara como una criatura. Ella no habló, él se paró para ir al baño. No hubo palabras.
Cuando Juan la volvió a buscar la encontró en el cuarto armando el bolso, le suplicó que no se fuera y ella entre lágrimas no contestó hasta callar el cierre ahogado en ropa. “Te espero hasta dentro de una semana en Buenos Aires, si decidís dejar tu pasado atrás allá voy a estar, para vos, para que ahora vos te embarques en mi aventura, la tuya no sirvió. Si ese mismo día que tu padre puso como plazo vos no estás allá, no me ves nunca más. Te dejo sólo, pensalo y hacé lo que sientas, nada más”, esas fueron sus palabras, le dio un beso en la frente, ambos cubiertos de lágrimas, y salió por la puerta para buscar la manera de volar a Buenos Aires. Siempre se arregló sola, no la asustaba hacerlo una vez más.

***

Regresando al relato que nos motiva, ella estaba en Buenos Aires a la espera de aquel llamado. La crucé dentro del aeropuerto, me pidió fuego y siguió su camino, pero así como ella era con el amor yo soy con las intrigas, y como algo me llamó la atención me dispuse a seguirla.
Espero no se me acuse de paranoia ni se crea que como se da en los casos clásicos esto era una persecución por mera atracción. Ella era distinta y eso es todo.
Como es de esperarse en alguien así, al salir del aeropuerto no tomó ningún taxi, subió al mismo colectivo que me lleva a mi casa después de cada abandono, otro motivo para despuntar mis delirios.
Subimos, y una vez allí, con mi descaro tan característico la interpelé. Sinceridad brutal se dirá quizás, pero funcionó; le dije que había notado algo especial en ella y que advertí que no era porteña, que en esta ciudad no estaba lo que buscaba, se rió y me halagó con un “Sos muy observadora, deberías ser detective o periodista, ¿Acerté con alguna de las dos?”, asumí que ella era muy perspicaz, o yo muy obvia, y asentí a la segunda opción.
No tenía aun donde quedarse, pero le habían pasado la dirección de un hostel de Caballito. La ayudé a encontrarlo y le propuse tomar unos mates en alguna plaza, por miedo a que creyera cualquier cosa fuera de lugar, y ajena a mis intenciones. Aceptó y combinamos para esa tarde.
Llegó hecha tango, melancólica y nostálgica, el aire porteño se le había adherido a la piel. Le pregunté el por qué de aquellas expresiones tan ajenas a la Josefina que vi horas antes y procedió a contarme la historia de Juan, y tras esa la del valenciano, y como un dominó se desprendieron tantas que nos encontramos a las doce de la noche en un bar de la calle Santa Fe cerveza en mano y equipo de mate a los pies.
Permanecí los días de la espera junto a ella, mi trabajo era escucharla, creo que por esa periodista indivisible que me acompaña en cuerpo, mente, y ahora en alma. Me relató sus historias, todas las que se dio ocasión.
Debo admitir que me sentí como una especie de Watson de esta Sherlock de los sentimientos y los impulsos, ella tan científicamente amante, yo tan burlonamente pensante. Es sabido que los sentimientos no se piensan, pero cómo explicárselo a una mente que intenta meterse en mi tórax cada vez que escucha escapar un latido.
Mi maestra y sus historias, además de dar pie a incansables crónicas y retratos metafóricos, dieron lugar a un sin fin de introspecciones en mis momentos de soledad. Se despuntaron preguntas, y decisiones, quizás no tan certeras, pero decisiones al fin.
El tiempo voló y llegó el séptimo día, seis de espera eran los que Josefina consideraba suficientes. Decía que dos eran para las dudas, uno para la toma de decisiones, otros dos para hacerle frente a los problemas y el sexto para librarse a la aventura.
Entré a su pieza y estaba armando el bolso mientras algunas lágrimas de decepción y triste costumbre le corrían desde los ojos miel hasta el mentón, para seguir el rumbo que la imprecisión les abriera. Sólo esperé a su lado a que quisiera hablar. Doblaba todo meticulosamente, con fragilidad, y lo acuñaba en el bolso que estaba ya adaptado a sus vestidos, camisas y ropas cosmopolitas.
Me miró, con la vista más nostálgica que mis ojos hayan conocido, y procedió a regalarme su última enseñanza, con la explicación definitiva. Me dijo, con voz calma y apagada, que el amor era así, que hay personas que no se educaron todavía en la escuela de cómo darse, que esto era como cuando uno se libra a la aventura de aprender a caminar, hay niños que lo hacen más rápido que otros, con más o menos golpes, algunos lo hacen para trasladarse y otros adoran tanto esa posibilidad divina que caminan por el simple hecho de hacerlo, por el placer que conlleva cada paso acompañado de la brisa matinal y los aromas.
Ella ya no lo esperaría, sabía que su amado ya no vendría. No se fuerzan los sentimientos, y por eso emprendió su nuevo viaje. El amor es como la guerra, como tantos han repetido, pero como hay gente que no puede hacerse a la idea de batallas y peligro, hay otros tantos que no pueden arriesgarse a la felicidad y a ser idolatrados por un alma noble y poderosa.
La acompañé al aeropuerto de Ezeiza, embarcaba rumbo al destino incierto que le ofrecía Italia. Me abrazó con fuerza y supe que no la volvería a ver, iría en contra de su idiosincrasia refrenar aeropuertos por afinidades casuales.
Ella no iba en busca del amor de su vida, el amor era su vida. No conocía límites, no la restringían las fronteras. Asumía como única enemiga a la muerte, era el único “no” que creía cierto. La muerte del amor, la muerte, nada más, porque el amor sí es cosa de pocas almas ilustres.









lunes, 8 de marzo de 2010



La copa chocó con la de su editor. Era un agasajo privado, con las personas necesarias para lograr publicidad. Oscar saludó a la prensa que se había acercado y se aisló en un rincón con el libro y el champagne.

Miró la tapa con la sensación de haber cumplido la misión debida. Después de todo, la trascendencia es la única forma de inmortalidad concebible. Él logró hacer trascender a Amalia, a su padre y a su historia.

Oscar Di Carlo era hijo del tanguero Salvador Di Carlo, reconocido dentro del ambiente más cerrado de los suburbios porteños. El músico hacía ya seis meses había muerto de años. A los 80 se apagó como quien toca la tecla del velador para dormir, sin más.

La muerte era el paso inevitable y final para el ateo Oscar, que lamentaba que su padre no hubiera sido reconocido como debía por grandes cantidades de musicófilos, por su humor rancio, su depresión ascendente y la tendencia a la soledad que tanto lo había caracterizado.

Oscar nunca entendió porque habiendo sido su madre tan destellante y dulce, su padre fue así, tan despreciablemente atrayente y sobrador. Cuando era chico creía que su padre era de tal modo porque todo el amor y la belleza eran absorbidas por su música, tan memorablemente nostálgica y plagada de colores de otoños inocentes, simples, jóvenes.

Al mes de la muerte de su padre, él se había dispuesto a vaciar el departamento de San Telmo, de donde nunca lo había podido arrancar, y prepararlo para algún alquiler o cualquier cosa que evitara que se viniera abajo. Llevó cajas y comenzó por la biblioteca.

Don Salvador no fue un lector asiduo, pero sí le gustaba la poesía, muchas veces, musa de sus letras y sus tangos. Tenía decenas de libros con poemas de la más variada estirpe, que ahora serían heredados por su hijo, un reconocido cuentista.

Uno a uno revisaba Oscar los libros, los limpiaba y embalaba, con meticuloso cuidado, como se hace con un tesoro invaluable; hasta llegar a uno de tapa dura que le llamó la atención por una dedicatoria que así decía:


“Duda que sean fuego las estrellas,

duda que el sol se mueva,

duda que la verdad sea mentira,

pero jamás dudes de que te amo.

Amalia”


Aquí se materializaba esa Amalia que el siempre creyó una mera excusa casual en las canciones de su padre. Aquí se paralizaba sintiendo desconocido a aquel a quien una tal Amalia amó.

Dejó el libro apartado y siguió admirado con la gris labor de enterrar y desarmar el mundo de un tal Salvador.

Salió del departamento y se aventuró a consultar a su tío José, hermano menor de Salvador, que vivía en Avellaneda. Tocó timbre y le abrió su primo extrañado por la visita; él pasó, preguntó por su tío y se sentó en el patio interno a esperar.

Su tío había seguido el oficio del abuelo, la carpintería. Era muy grande ya, sin embargo nunca había dejado de trabajar. Oscar lo había visto contadas veces desde su niñez por la mala relación que había entre su padre y el resto de su familia.

José apareció caminando despacio y con una desconfiada sorpresa impresa en las facciones, y sin rodeos pidió a Oscar que le dijera los motivos de su visita. El sobrino le extendió el libro, sin explicaciones. El viejo lo abrió sin consultar, leyó la dedicatoria, y con media sonrisa golpeó la tapa rítmicamente con el dedo índice. “Vos querés saber quién fue Amalia ¿No?” preguntó José, y soltó un suspiro que introdujo la historia.

Lo relatado comenzaba en el año 1890, con el nacimiento de Salvador en el barco que venía de Italia. Él había crecido en un conventillo porteño, donde vivió con su familia hasta el nacimiento de José en 1900, cuando se mudaron a unos loteos que se inauguraban al sur de la ciudad, en la provincia. Pero Salvador estaba ya tan ligado al tango, a su música y su gente, que con sólo diez años, se quedó a vivir en la Boca con una hermana de su madre.

Allí creció, se fue forjando y codeando con gente del ambiente, de los suburbios y los bares. En este contexto es donde conoció a Amalia, ya con 20 años él y 18 ella. Era una joven hija de franceses de poca suerte, que quedó sin familia de pequeña y fue llevada a un antro para limpieza primero, y para compañía de caballeros después.

Era emprendedora e inquieta. Escapaba en cuanto tenía posibilidad a ilustrarse a la casa de una vieja maestra inglesa, soltera y ávida de charla. Amalia amaba a Shakespeare y soñaba con ser Julieta de algún Romeo. Salvador se enamoró de la desgraciada, y ella del vagabundo que en el habitaba. Dos desafortunados se unían en busca de suerte.

Él trabajaba en el puerto durante el día, y en los bares por las noches, aferrado a su bohemia; para llegar a juntar lo suficiente para irse juntos a alguna parte. Y así pasaron dos años, e increíblemente, tras la persistencia, consiguió el dinero necesario.

El 4 de mayo de 1912, todo el sueño se esfumó. Amalia había salido a hacer compras, por última vez, para aquel antro de mala muerte, cuando en la plaza se produjo una riña entre dos bandos. Ella corrió, pero no lo suficiente. Un tiro al medio del pecho fue lo que le dijeron a Salvador una hora después.

Desde entonces la juventud pasó a ser sombra, la música melancolía, y el amor una mentira. Don Salvador se transformó en lo que fue el resto de su vida, la sobra de un amor trunco.

Al terminar esta historia, el tío se dio cuenta de lo desconcertado que había quedado Oscar, y aclaró que diez años después Salvador conoció a su madre. Una joven radiante y llena de vida que tuvo el castigo de flecharse con un borracho perdido en la tristeza. Ella lo llenó de amor y lo sacó adelante, sin nada a cambio, siquiera agradecimiento. Su único premio había sido Oscar.

Toda esta información taladró neurona por neurona en la cabeza de Oscar. Se despidió de su tío como pudo y volvió al departamento de San Telmo. Abrió la puerta enérgico y repleto de lágrimas, sentía su pasado una farsa. Se sentó, y para compensar de algún modo toda la culpa por las peleas, ahora injustas, con su padre por la depresión sin sentido aparente, se intentó desahogar en las letras como aquel lo hacía en sus acordes.

Pasó la noche buscando las palabras justas, pero nada alcanzaba, cada párrafo era pobre en sí mismo. Después de horas, enfurecido por su limitación, se desquició y desordenó todo buscando retazos de recuerdos que pudieran traer a su padre aunque fuera un instante.

Abrió la licorera y dio con la lata que acompañaba a su padre siempre a la hora de componer. Una lata de galletitas atada con elástico, que Salvador decía que contenía un revolver, que no se debía tocar; sin embargo Oscar dio en su interior con decenas de cartas, cuyos remitentes y destinatarios fluctuaban entre dos personas: Amalia y Salvador.

Oscar se sumergió una vez más en sus recuerdos errados. Él siempre creyó que la lata del revolver estaba siempre a su lado para espantar a quien osara molestar, pero no, era la fuente de su dulzura, su vida arrebatada.

Las leyó una a una, las devoró con impaciencia, sintió en su carne la magnitud de la pasión que había unido a dos jóvenes a lo largo de sus vidas, incluso dejando incompleta la de Salvador.

La respuesta a sus líneas ciegas estaba allí, qué podía escribir que no hubiera sido ya plasmado.

La decisión de darle repercusión a aquello fue instantánea, y tomó las cartas junto a los tangos de Don Salvador destinados a ese amor para correr a la editorial.

“Aquellas cartas, con amor” fue publicado por la editorial Di Carlo el 4 de mayo de 1971.

domingo, 14 de febrero de 2010

Ya no te amo


Ya no te amo,
por tu forma tan poco hábil de manejarme,

por lo imprevisible de tu esencia,

por la nostalgia tan ajena en tus ojos,

por tu rudeza sin sentido,

por tu rebeldía grosera y escatimada,

por las mentiras injustificadas,

por lo lejos que te siento,

por la cercanía incomoda que nos elegiste.


Sin embargo,

te ame, y tanto.


Te ame,

por la forma en que manejabas aquello que yo sin recelo permitía,

por lo imprevisible de tu esencia en contraste con mis obviedades,

por la nostalgia que quise suplir en tus ojos,

por la rudeza inocente que expedías,

por tu rebeldía contenida,
por las mentiras protectoras que tu boca hilaba,

por no rendirme a la distancia de tenerte tan cerca, y tan lejos.


Ya no quiero adorarte,
y odio amarte, tanto como amaría odiarte.

Es por eso que ya no te amo.

domingo, 24 de enero de 2010

Enero

Ramos de laureles secos
y calas empantanadas
se arremolinan en tu mármol cálido.

No hay ya rumores de retornos,
ni dentro
ni fuera de mi craneo limitado.

Hoy,
ahora,
sólo resta la imagen ilusoria de lo que quizás fue
(no tengo la certeza)
y de lo que no será.

Una hoja del laurel se desprendió,
para acompasarse con el viento,
flota seca,
fluye despacio hasta que se arremolina
y el curso continua.

La victoria es libre,
y ,
vitalmente muerta,
cae.

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"Comprendí que el trabajo del poeta no estaba en la poesía; estaba en la invención de razones para que la poesía fuera admirable..." (J.L.B)