jueves, 28 de junio de 2012

XIV

La roca multiplicada en ecos de inmensidad,
prismados de blancos y laderas.


Níveas lágrimas que desde la cima
dibujan la forma del dolor maduro,
de la vida de heridas impolutas,
honradas.





XIII

La nubosidad mezquina seduce
decayendo con caricias
sobre las paredes rugosas,
erguidas de posteridad.

Junto al idilio de la torre,
el soplo de hielos enceguecedores
cubre las cumbres pidiendo distancia,
exigiendo admiración.

Al sur del sur
los restos de naturaleza pigmentada
tributan la blancura ciclópea,
lo remoto e impreciso.


XII

No hay inmensidad en las palabras,
las sílabas,
los cuerpos;
inexistentes todos,
casi repudiables en el natural absoluto.


El agua como centinela recelosa del hielo
y los gigantes ininmutables
ignorando nuestro nimio paso por su eternidad.


Ajenos, nosotros,
a los marrones,
a los matices del blanco azulado de la perpetuidad.


El frío irreverente congela las letras, 
consciente de la osadía,
la aberración de la soberbia,
menos simbólica que humana.


Nada iguala.
Nada plasma.


Sólo permiten los titanes que se admire su gloria.
Advierten que nada más allá de un paso es posible. 
Exigen a los indecorosos, finitos,
el respeto por la soledad de su magnificencia.

XI






Ecos taladrantes.
Vibración vaporosa de recuerdos fluctuando hacia el hoy.

Te materializó ante mí la rudeza del tiempo,
tan musa y radiante,
con  aquel canto embaucador
que cualquier alma ávida devora.

Trajiste la pluma con la que solía suspirarte,
los sueños vencidos,
 las razones tangibles por las que perduraba lo perecedero.

Con la marea incansable de tus liviandades
ondulan las letras hasta chocar con el vacío del silencio.


El equilibrio de la intensidad se sumerge en la lucidez de la estrategia más táctica.

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"Comprendí que el trabajo del poeta no estaba en la poesía; estaba en la invención de razones para que la poesía fuera admirable..." (J.L.B)