martes, 21 de octubre de 2008

Ojos


Siempre detenía la vista en el desafío al que me retaba el dibujo de su iris. Celeste, casi traslucida, me llevaba a un páramo oceánico donde sólo estábamos él y yo. El borde, el limite, se oscurecía advirtiendo el fin de la travesía, la vuelta al mundo, el cable a tierra. Todo ocurría en segundos, pero eran segundos frecuentes donde encontraba paz.

Quizás en él se encuadraba aquello que necesitaba, quizás, no lo sé. Me generaba intriga, dulzura, rareza, armonía, y nuevamente intriga. Lo sentía como un alma paralela, uno de esos amores platónicos que se nutren de la imposibilidad, de esos, que a pesar de desearlos tanto no queremos que nos pertenezcan por la hermosura de la ilusión.

Lo veía cada día, como cliente fijo del restaurante donde yo trabajaba. En dos momentos mi corazón dejaba de seguir el ritmo de mi música interna y pertenecía a otro compositor, cuando él entraba saludando y cuando miraba a la caja para pedir la cuenta. Una rutina que rogaba fuera eterna; hundirme en esos ojos cada día, darme a esa voz en cada sílaba.

La estrofa de una canción siempre lo recordaba, lo traía, y detrás una sonrisa cómplice de mi parte, “Soy aquel tipo callado con aires de intelectual que te mira de costado sólo por disimular”. Quizás sólo mi deslumbramiento y yo inventábamos la paranoia de una atracción secreta, quizás sólo su iris y yo éramos parte del juego, la hazaña.

Pasaron meses y todo se daba siempre del mismo modo, de aquel precioso modo, divinamente místico. Sin embargo, mi torpe impaciencia se desesperaba cada día mas por tenerlo, por resolver el enigma que tan mágico lo volvía, y se aventuró a tomar la decisión de hablarle a través de mis labios.

En el momento en que pidió la cuenta, en lugar de mandar al mozo fueron mis pies como imanes a su mesa. En el mismo instante que quedé frente a él me arrepentí como nunca de haber emprendido esa travesía. Nos miramos y cometí el error de perderme en sus ojos. Permanecimos en silencio, él tampoco sabía qué decir.

Intenté reaccionar rápido y le comenté que a los clientes permanentes de la casa, ese mes, se les regalaría una cena el día miércoles (sabiendo que era el día que yo debía hacer horas extras por la noche). Y allí, mi vocación detectivesca frustrada acotó que podía venir con su pareja si quisiese.

La respuesta fue la no esperada, “Muy bien, muchas gracias, ¿me podría dar su número para hacer la reserva para dos?”. Se derrumbó la ilusión, el juego, el desafío. Perdió sentido la canción y lo platónico de la aventura.

Volví a la caja y esperé a que se fuera. La mística ilusoria debía acabar o nutrirse de la incertidumbre, del hilo de duda del que pendía lo inexacto de un “para dos”. Decidí no consultar mas, dejar todo en manos de la rutina conformista.

Siempre detenía la vista en el desafío al que me retaba el dibujo de su iris. Celeste, casi traslucida, me llevaba a un páramo oceánico donde sólo estábamos él y yo. El borde, el limite, se oscurecía advirtiendo el fin de la travesía, la vuelta al mundo, el cable a tierra. Todo ocurría en segundos, pero eran segundos frecuentes donde encontraba paz.

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"Comprendí que el trabajo del poeta no estaba en la poesía; estaba en la invención de razones para que la poesía fuera admirable..." (J.L.B)