martes, 10 de febrero de 2009

Noche



La mirada a la octava estrella y la angustia crecía, era proporcional a los miedos y al amor. Esas luces navideñas esparcidas en el mar negro del cielo eran sus hermanas, minúsculas, junto a tantas otras que clamaban por ser vistas por cualquier ojo, o en realidad, por aquella vista esperada que alimenta los destellos, que resucita el núcleo de su belleza.
Quizás cada astro representaba un amor vencido, una lagrima cristalizada por el olvido, sin glorias ni caricias. Millares de nostalgias que luchaban contra los años luz de distancia, contra las decisiones, jamás propias, que firmaron sus condenas.
O bien, podían ser corazones, aquella arbitraria ubicación física de algo tan poderoso que puede mover mundos. Cúmulos de sentimientos que estallaron en fuego sideral por la incomprensión de mortales ciegos de razón.
Intuiciones, ojeadas, observadores expectantes podrían ser también sus esencias, camuflajes que anhelaban ser vistos, que pestañean en cada fulgor con la esperanza de que al amanecer alguien los recuerde.
No sabía que provocaba esa fraternidad con los soles de otras galaxias, sólo comprendía que encontraba en ellos todo su poder encapsulado. Su dulzura retraída estaba espejada en diamantes espaciales, retraída por un contexto de guerras ajenas, riñas de cada cual con cada sí, aquellos combates vanos que ya había superado con la intención de dar paso a todo su caudal.
Sin embargo su torrente se veía limitado, su jauría, su tribu humana, no estaba a la altura de las circunstancias, no lograba comprenderla, fraternizarla, ni ver más allá. Ellos no podían ver las estrellas y hacerlas brillar.

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"Comprendí que el trabajo del poeta no estaba en la poesía; estaba en la invención de razones para que la poesía fuera admirable..." (J.L.B)