lunes, 8 de marzo de 2010

Aquellas cartas, con amor



La copa chocó con la de su editor. Era un agasajo privado, con las personas necesarias para lograr publicidad. Oscar saludó a la prensa que se había acercado y se aisló en un rincón con el libro y el champagne.

Miró la tapa con la sensación de haber cumplido la misión debida. Después de todo, la trascendencia es la única forma de inmortalidad concebible. Él logró hacer trascender a Amalia, a su padre y a su historia.

Oscar Di Carlo era hijo del tanguero Salvador Di Carlo, reconocido dentro del ambiente más cerrado de los suburbios porteños. El músico hacía ya seis meses había muerto de años. A los 80 se apagó como quien toca la tecla del velador para dormir, sin más.

La muerte era el paso inevitable y final para el ateo Oscar, que lamentaba que su padre no hubiera sido reconocido como debía por grandes cantidades de musicófilos, por su humor rancio, su depresión ascendente y la tendencia a la soledad que tanto lo había caracterizado.

Oscar nunca entendió porque habiendo sido su madre tan destellante y dulce, su padre fue así, tan despreciablemente atrayente y sobrador. Cuando era chico creía que su padre era de tal modo porque todo el amor y la belleza eran absorbidas por su música, tan memorablemente nostálgica y plagada de colores de otoños inocentes, simples, jóvenes.

Al mes de la muerte de su padre, él se había dispuesto a vaciar el departamento de San Telmo, de donde nunca lo había podido arrancar, y prepararlo para algún alquiler o cualquier cosa que evitara que se viniera abajo. Llevó cajas y comenzó por la biblioteca.

Don Salvador no fue un lector asiduo, pero sí le gustaba la poesía, muchas veces, musa de sus letras y sus tangos. Tenía decenas de libros con poemas de la más variada estirpe, que ahora serían heredados por su hijo, un reconocido cuentista.

Uno a uno revisaba Oscar los libros, los limpiaba y embalaba, con meticuloso cuidado, como se hace con un tesoro invaluable; hasta llegar a uno de tapa dura que le llamó la atención por una dedicatoria que así decía:


“Duda que sean fuego las estrellas,

duda que el sol se mueva,

duda que la verdad sea mentira,

pero jamás dudes de que te amo.

Amalia”


Aquí se materializaba esa Amalia que el siempre creyó una mera excusa casual en las canciones de su padre. Aquí se paralizaba sintiendo desconocido a aquel a quien una tal Amalia amó.

Dejó el libro apartado y siguió admirado con la gris labor de enterrar y desarmar el mundo de un tal Salvador.

Salió del departamento y se aventuró a consultar a su tío José, hermano menor de Salvador, que vivía en Avellaneda. Tocó timbre y le abrió su primo extrañado por la visita; él pasó, preguntó por su tío y se sentó en el patio interno a esperar.

Su tío había seguido el oficio del abuelo, la carpintería. Era muy grande ya, sin embargo nunca había dejado de trabajar. Oscar lo había visto contadas veces desde su niñez por la mala relación que había entre su padre y el resto de su familia.

José apareció caminando despacio y con una desconfiada sorpresa impresa en las facciones, y sin rodeos pidió a Oscar que le dijera los motivos de su visita. El sobrino le extendió el libro, sin explicaciones. El viejo lo abrió sin consultar, leyó la dedicatoria, y con media sonrisa golpeó la tapa rítmicamente con el dedo índice. “Vos querés saber quién fue Amalia ¿No?” preguntó José, y soltó un suspiro que introdujo la historia.

Lo relatado comenzaba en el año 1890, con el nacimiento de Salvador en el barco que venía de Italia. Él había crecido en un conventillo porteño, donde vivió con su familia hasta el nacimiento de José en 1900, cuando se mudaron a unos loteos que se inauguraban al sur de la ciudad, en la provincia. Pero Salvador estaba ya tan ligado al tango, a su música y su gente, que con sólo diez años, se quedó a vivir en la Boca con una hermana de su madre.

Allí creció, se fue forjando y codeando con gente del ambiente, de los suburbios y los bares. En este contexto es donde conoció a Amalia, ya con 20 años él y 18 ella. Era una joven hija de franceses de poca suerte, que quedó sin familia de pequeña y fue llevada a un antro para limpieza primero, y para compañía de caballeros después.

Era emprendedora e inquieta. Escapaba en cuanto tenía posibilidad a ilustrarse a la casa de una vieja maestra inglesa, soltera y ávida de charla. Amalia amaba a Shakespeare y soñaba con ser Julieta de algún Romeo. Salvador se enamoró de la desgraciada, y ella del vagabundo que en el habitaba. Dos desafortunados se unían en busca de suerte.

Él trabajaba en el puerto durante el día, y en los bares por las noches, aferrado a su bohemia; para llegar a juntar lo suficiente para irse juntos a alguna parte. Y así pasaron dos años, e increíblemente, tras la persistencia, consiguió el dinero necesario.

El 4 de mayo de 1912, todo el sueño se esfumó. Amalia había salido a hacer compras, por última vez, para aquel antro de mala muerte, cuando en la plaza se produjo una riña entre dos bandos. Ella corrió, pero no lo suficiente. Un tiro al medio del pecho fue lo que le dijeron a Salvador una hora después.

Desde entonces la juventud pasó a ser sombra, la música melancolía, y el amor una mentira. Don Salvador se transformó en lo que fue el resto de su vida, la sobra de un amor trunco.

Al terminar esta historia, el tío se dio cuenta de lo desconcertado que había quedado Oscar, y aclaró que diez años después Salvador conoció a su madre. Una joven radiante y llena de vida que tuvo el castigo de flecharse con un borracho perdido en la tristeza. Ella lo llenó de amor y lo sacó adelante, sin nada a cambio, siquiera agradecimiento. Su único premio había sido Oscar.

Toda esta información taladró neurona por neurona en la cabeza de Oscar. Se despidió de su tío como pudo y volvió al departamento de San Telmo. Abrió la puerta enérgico y repleto de lágrimas, sentía su pasado una farsa. Se sentó, y para compensar de algún modo toda la culpa por las peleas, ahora injustas, con su padre por la depresión sin sentido aparente, se intentó desahogar en las letras como aquel lo hacía en sus acordes.

Pasó la noche buscando las palabras justas, pero nada alcanzaba, cada párrafo era pobre en sí mismo. Después de horas, enfurecido por su limitación, se desquició y desordenó todo buscando retazos de recuerdos que pudieran traer a su padre aunque fuera un instante.

Abrió la licorera y dio con la lata que acompañaba a su padre siempre a la hora de componer. Una lata de galletitas atada con elástico, que Salvador decía que contenía un revolver, que no se debía tocar; sin embargo Oscar dio en su interior con decenas de cartas, cuyos remitentes y destinatarios fluctuaban entre dos personas: Amalia y Salvador.

Oscar se sumergió una vez más en sus recuerdos errados. Él siempre creyó que la lata del revolver estaba siempre a su lado para espantar a quien osara molestar, pero no, era la fuente de su dulzura, su vida arrebatada.

Las leyó una a una, las devoró con impaciencia, sintió en su carne la magnitud de la pasión que había unido a dos jóvenes a lo largo de sus vidas, incluso dejando incompleta la de Salvador.

La respuesta a sus líneas ciegas estaba allí, qué podía escribir que no hubiera sido ya plasmado.

La decisión de darle repercusión a aquello fue instantánea, y tomó las cartas junto a los tangos de Don Salvador destinados a ese amor para correr a la editorial.

“Aquellas cartas, con amor” fue publicado por la editorial Di Carlo el 4 de mayo de 1971.

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"Comprendí que el trabajo del poeta no estaba en la poesía; estaba en la invención de razones para que la poesía fuera admirable..." (J.L.B)