martes, 25 de mayo de 2010

Josefina Adalmero



El quinto vuelo arribaba al aeropuerto de Buenos Aires. Eran las 6 de la mañana y los anuncios sonaban por el altavoz. Centenares de personas caminaban creyéndose únicas, es una de las características de este tipo de llegadas, siempre tienden al ineludible egoísmo de la introspección. Se piensan ellos, cada cual, como centro inevitable de la atención, o en los casos más desafortunados, ellos, cada cual, como una sombra que nadie ve; pero cualquiera sea el caso son únicos dentro de cualquier aeropuerto, entre cantidades de soledades más.
Una de esas únicas era Josefina Adalmero, una joven que arañaba los treinta, con un bolso deshecho por los años y los destinos, que probablemente contara con más historias que su portadora. Ella era de algún país europeo que no viene al caso.
Josefina hablaba un porteño sumamente natural, en este viaje venía del sur del país y planeaba quedarse unos días en la capital para asegurarse de que su decisión fuera la correcta.
Ella vivió de amor en amor, su alma, tan pura, no concebía que otro fuera el motor de su vida. Llevaba ya sus importantes condecoraciones en desilusión, y sin embargo, no se cansaba de apostar, siempre decía que valía la pena un año de llanto por minutos de felicidad, observación muy subjetiva que no muchos suelen compartir.
En San Martín de los Andes dejó otra medalla al dolor. En su recorrida por las sierras cordobesas había conocido otra de las tantas caretas del amor, un Juan que la deslumbró con su sencillez y carisma, aunados en sonrisas francas, dulces, proyectadas. Ella tenía un don muy propio. Veía más allá, tenía una percepción muy particular, y encontraba los indicios de la belleza en los más mínimos bríos de vida de la gente.
Juan era un patagónico típico, y toda esa inocencia embelesó a Josefina, que venía de una turbulenta historia con un valenciano bastante obsesivo, artista plástico que intentaba retratar el momento del asesinato de esta viajera por un ataque de celos, de un modo bastante verosímil. El ibérico no sólo pretendía ver a Josefina bañada en sangre desplomada en un altar, sino que también proyectaba que la sangre fuera real, y suya.
Todo esto indujo su viaje desesperado a Argentina, y gracias a la locura valenciana y su huida pudo conocer la sonrisa de Juan. Ella siempre dice que las cosas ocurren por algo, y el fin es invariablemente merecido, y casi siempre, hermoso.
Regresando a Córdoba, allí Josefina pasó un mes lleno de alegrías junto a su caballero sureño, era feliz. Al terminar julio Juan anunció que debía volver a su hogar, que las vacaciones habían llegado a su fin y que debían despedirse. Un sueño de verano era aniquilado por un despertador de realidades, y todo culminaba una vez más.
La idea de separarse de aquel ser, de una posibilidad de felicidad, la apagó. Sus ojos la delataron y Juan no se pudo contener, no quería perder esa luz y todo lo que Josefina implicaba. Se atrevió y le propuso probar suerte, nada más ideal para Josefina, yendo juntos al frío, pero juntos.
La respuesta llena de besos no se hizo esperar y una nueva aventura se abrió camino.
El viaje al sur fue largo, pero las ansias lo acortaron tanto que Josefina se encontró con la nieve antes de terminar el collar que armaba con coco, maderitas y tanza. Juan dormía y lo despertó la voz que anunciaba el arribo a su ciudad, somnoliento agarró los bolsos, le sonrió a Josefina y bajaron, pero él parecía preocupado.
Caminaron hasta la casa, que olía al abandono y la soledad de la breve partida, y al llegar dejaron los bultos a un lado del comedor. Juan fue a comprar cosas para llenar la heladera vacía, y en la corta ausencia Josefina se apropió del lugar con frescura y suma naturalidad, desplegó las cortinas, prendió algún que otro sahumerio de frutilla, y alegró los rincones con su belleza singular, con ese mismo don de ver más allá de lo común, de apreciar y transformar todo lo que tocaba.
Cuando Juan llegó sintió la plenitud que en Córdoba lo había cautivado, se alegró pero algo seguía carcomiéndole las facciones. Preparó la cena y ella mientras tanto ponía música, odiaba la forma en que la televisión sacaba la magia a los momentos, y conversaba con él rozagante, feliz. Se sentía plena.
Terminaron de cenar y el día se consumió sin casi percibirlo. Así se sucedió todo durante quince días, él iba a trabajar y ella lo esperaba con el almuerzo, con anécdotas de sus descubrimientos en la ciudad contadas con la vivacidad inocente de una chiquita que conoce algún parque de diversiones, pero una y otra vez.
Él se sentía completo con ella, ella se dejaba volar con él. Pero, como es costumbre, algo debía suceder, y arruinarlo todo. Había algo que apesadumbraba a Juan, ella lo había notado pero él no le daba mayor importancia, o al menos eso decía.
La familia de Juan vendría esa noche a la casa, él no había avisado que el viaje a Córdoba había terminado, y vendrían con su futura esposa, y eterna novia, Natalia. Aquel era un detalle que Juan había omitido, y toda la perfección se transformaba en un problema.
Le contó su realidad a Josefina y, para su sorpresa, ella con toda naturalidad le contestó “si, como vos decís, me querés tanto, y te aventuraste a esto, deciles la verdad y listo, nada nos va a separar a menos que vos quieras”. No era lo que él esperaba, pero lo más difícil, desde un principio, no era enfrentar a su actual pareja, sino a su familia, la de Natalia, y a Natalia misma, en ese orden.
Citó a todos a una cena en su casa, dispuesto a romper con todo y que fuera lo que tuviera que ser. Fueron llegando, todos miraban a Josefina con extrañeza pero nadie se atrevía a preguntar quién era, las miradas lapidarias eran dirigidas con absoluto desparpajo a los ojos apichonados de Juan.
Natalia llegó y sorprendió con un beso al dueño de casa, que duro los segundos que Josefina tardó en cruzar la casa para marcar su límite, y ahí si, se desencadenó la confesión de Juan y los gritos y reproches de todos los allí presentes. Natalia lloraba en los hombros de su madre que rugía cada palabra sentida a Juan, el padre de la acongojada exigía explicaciones al progenitor de Juan, que ardía de indignación por las consecuencias de los actos deliberados de su hijo, mientras, la madre de Juan tomó a Josefina de la mano y en el cuarto trató de explicarle que Juan no podía estar con ella, que había asumido un compromiso con Natalia y debía cumplir su palabra porque comprometía a su familia. Ningún argumento de Josefina interrumpía la convicción placida de su efímera suegra.
La balacera de gritos se frenó de golpe, y sólo una voz elevada y clara se escuchó resonar en cada rincón de la casa. “No me interesa tu jueguito de enamorados, te casás con Natalia o desapareces de acá y te olvidás de tu familia”, después de darle rienda suelta a esos vocablos, el padre de Juan entró a la habitación y le dijo a su esposa que agarrara sus cosas, que se iban. Le dijo a su hijo que lo esperaba en una semana en su casa, junto a la familia de Natalia, para convenir lo restante para la ceremonia, y que si no iba, no se acercara nunca más, ni se jactara de llamarse su hijo.
Josefina salió de la habitación una vez que todos se fueron, lo vio abatido, sentado en la silla del comedor, se acercó, se paró frente a él y lo abrazó para que llorara como una criatura. Ella no habló, él se paró para ir al baño. No hubo palabras.
Cuando Juan la volvió a buscar la encontró en el cuarto armando el bolso, le suplicó que no se fuera y ella entre lágrimas no contestó hasta callar el cierre ahogado en ropa. “Te espero hasta dentro de una semana en Buenos Aires, si decidís dejar tu pasado atrás allá voy a estar, para vos, para que ahora vos te embarques en mi aventura, la tuya no sirvió. Si ese mismo día que tu padre puso como plazo vos no estás allá, no me ves nunca más. Te dejo sólo, pensalo y hacé lo que sientas, nada más”, esas fueron sus palabras, le dio un beso en la frente, ambos cubiertos de lágrimas, y salió por la puerta para buscar la manera de volar a Buenos Aires. Siempre se arregló sola, no la asustaba hacerlo una vez más.

***

Regresando al relato que nos motiva, ella estaba en Buenos Aires a la espera de aquel llamado. La crucé dentro del aeropuerto, me pidió fuego y siguió su camino, pero así como ella era con el amor yo soy con las intrigas, y como algo me llamó la atención me dispuse a seguirla.
Espero no se me acuse de paranoia ni se crea que como se da en los casos clásicos esto era una persecución por mera atracción. Ella era distinta y eso es todo.
Como es de esperarse en alguien así, al salir del aeropuerto no tomó ningún taxi, subió al mismo colectivo que me lleva a mi casa después de cada abandono, otro motivo para despuntar mis delirios.
Subimos, y una vez allí, con mi descaro tan característico la interpelé. Sinceridad brutal se dirá quizás, pero funcionó; le dije que había notado algo especial en ella y que advertí que no era porteña, que en esta ciudad no estaba lo que buscaba, se rió y me halagó con un “Sos muy observadora, deberías ser detective o periodista, ¿Acerté con alguna de las dos?”, asumí que ella era muy perspicaz, o yo muy obvia, y asentí a la segunda opción.
No tenía aun donde quedarse, pero le habían pasado la dirección de un hostel de Caballito. La ayudé a encontrarlo y le propuse tomar unos mates en alguna plaza, por miedo a que creyera cualquier cosa fuera de lugar, y ajena a mis intenciones. Aceptó y combinamos para esa tarde.
Llegó hecha tango, melancólica y nostálgica, el aire porteño se le había adherido a la piel. Le pregunté el por qué de aquellas expresiones tan ajenas a la Josefina que vi horas antes y procedió a contarme la historia de Juan, y tras esa la del valenciano, y como un dominó se desprendieron tantas que nos encontramos a las doce de la noche en un bar de la calle Santa Fe cerveza en mano y equipo de mate a los pies.
Permanecí los días de la espera junto a ella, mi trabajo era escucharla, creo que por esa periodista indivisible que me acompaña en cuerpo, mente, y ahora en alma. Me relató sus historias, todas las que se dio ocasión.
Debo admitir que me sentí como una especie de Watson de esta Sherlock de los sentimientos y los impulsos, ella tan científicamente amante, yo tan burlonamente pensante. Es sabido que los sentimientos no se piensan, pero cómo explicárselo a una mente que intenta meterse en mi tórax cada vez que escucha escapar un latido.
Mi maestra y sus historias, además de dar pie a incansables crónicas y retratos metafóricos, dieron lugar a un sin fin de introspecciones en mis momentos de soledad. Se despuntaron preguntas, y decisiones, quizás no tan certeras, pero decisiones al fin.
El tiempo voló y llegó el séptimo día, seis de espera eran los que Josefina consideraba suficientes. Decía que dos eran para las dudas, uno para la toma de decisiones, otros dos para hacerle frente a los problemas y el sexto para librarse a la aventura.
Entré a su pieza y estaba armando el bolso mientras algunas lágrimas de decepción y triste costumbre le corrían desde los ojos miel hasta el mentón, para seguir el rumbo que la imprecisión les abriera. Sólo esperé a su lado a que quisiera hablar. Doblaba todo meticulosamente, con fragilidad, y lo acuñaba en el bolso que estaba ya adaptado a sus vestidos, camisas y ropas cosmopolitas.
Me miró, con la vista más nostálgica que mis ojos hayan conocido, y procedió a regalarme su última enseñanza, con la explicación definitiva. Me dijo, con voz calma y apagada, que el amor era así, que hay personas que no se educaron todavía en la escuela de cómo darse, que esto era como cuando uno se libra a la aventura de aprender a caminar, hay niños que lo hacen más rápido que otros, con más o menos golpes, algunos lo hacen para trasladarse y otros adoran tanto esa posibilidad divina que caminan por el simple hecho de hacerlo, por el placer que conlleva cada paso acompañado de la brisa matinal y los aromas.
Ella ya no lo esperaría, sabía que su amado ya no vendría. No se fuerzan los sentimientos, y por eso emprendió su nuevo viaje. El amor es como la guerra, como tantos han repetido, pero como hay gente que no puede hacerse a la idea de batallas y peligro, hay otros tantos que no pueden arriesgarse a la felicidad y a ser idolatrados por un alma noble y poderosa.
La acompañé al aeropuerto de Ezeiza, embarcaba rumbo al destino incierto que le ofrecía Italia. Me abrazó con fuerza y supe que no la volvería a ver, iría en contra de su idiosincrasia refrenar aeropuertos por afinidades casuales.
Ella no iba en busca del amor de su vida, el amor era su vida. No conocía límites, no la restringían las fronteras. Asumía como única enemiga a la muerte, era el único “no” que creía cierto. La muerte del amor, la muerte, nada más, porque el amor sí es cosa de pocas almas ilustres.









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"Comprendí que el trabajo del poeta no estaba en la poesía; estaba en la invención de razones para que la poesía fuera admirable..." (J.L.B)